lunes, 15 de octubre de 2012

La paradoja de la libertad y de la intervención estatal (Karl Popper)

Abogado y Estudiante de la Maestría en Sociología

La libertad, si es ilimitada, se anula a sí misma. La libertad ilimitada significa que un individuo vigoroso es libre de asaltar a otro débil y de privarlo de su libertad. Es precisamente por esta razón que exigimos que el estado limite la libertad hasta cierto punto, de modo que la libertad de todos esté protegida por la ley. Nadie quedará, así, a merced de otros, sino que todos tendrán derecho a ser protegidos por el estado.

A mi juicio, estas consideraciones, destinadas originalmente a aplicarse a la esfera de la fuerza bruta o de la intimidación física, deben aplicarse también a la económica.  Aun cuando el estado proteja a sus ciudadanos de ser atropellados por la violencia física (como ocurre, en principio, bajo el capitalismo sin trabas), puede burlar nuestros fines al no lograr protegerlos del empleo injusto del poderío económico. En un estado tal, los ciudadanos económicamente fuertes son libres todavía para atropellar a los económicamente débiles y de robarles su libertad. En estas circunstancias, la libertad económica ilimitada puede resultar tan injusta como la libertad física ilimitada, pudiendo llegar a ser el poderío económico casi tan peligroso como la violencia física, pues aquellos que poseen un excedente de alimentos pueden obligar a aquellos que se mueren de hambre a aceptar “libremente” la servidumbre, sin necesidad de usar la violencia. Y suponiendo que el estado limite sus actividades a la supresión de la violencia (y a la protección de la propiedad) seguirá siendo posible que una minoría económicamente fuerte explote a la mayoría de los económicamente débiles.

Si este análisis es aceptado entonces la naturaleza del remedio salta a la vista. Deberá ser un remedio político, semejante al que usamos contra la violencia física. Y consistirá en crear instituciones sociales, impuestas por el poder del estado, para proteger a los económicamente débiles de los económicamente fuertes. El estado deberá vigilar, pues, que nadie se vea forzado a celebrar  un contrato desfavorable por miedo al hambre o a la ruina económica.

Claro está que eso significa que el principio de la no intervención, del sistema económico sin trabas, debe ser abandonado; si queremos la libertad de ser salvaguardados, entonces deberemos exigir que la política de la libertad económica ilimitada sea sustituida por la intervención económica reguladora del estado.

Quisiera añadir ahora que la intervención económica, aun mediante los métodos graduales, tiende a acrecentar el poder del estado. Se desprende, pues, que el intervencionismo es en extremo peligroso. Esto no constituye, sin embargo, un argumento decisivo en su contra, pues el poder del estado, pese a su peligrosidad sigue siendo un mal necesario. Pero debe servir como advertencia de que si descuidamos por un momento nuestra vigilancia y no fortalecemos nuestras instituciones democráticas, dándole, en cambio cada vez más poder al estado mediante la “planificación” intervencionista, podrá sucedernos que perdamos nuestra libertad. Y si se pierde la libertad, se pierde todo, incluyendo la “planificación”. En efecto ¿por qué habrán de llevarse a cabo los planes para el bienestar del pueblo si el pueblo carece de facultades para hacerlos cumplir? La seguridad sólo puede estar segura bajo el imperio de la libertad.

Se observa, así, que no sólo existe una paradoja de la libertad, sino también una paradoja de la planificación estatal. Si planificamos demasiado, si le damos demasiado poder al estado, entonces perderemos nuestra libertad y ése será el fin de nuestra planificación.


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